A cumplirse 43 años de la Masacre
de Trelew dejamos un artículo publicado por la revista “La Maga”, el 19 de
julio de 1998, en donde Eduardo Luis Duhalde relata en primera persona lo
acontecido en Trelew el 22 de agosto de 1972.
“Una herida clavada en mi costado-Por Eduardo Luis Duhalde
En agosto de 1972, con mi socio
profesional Rodolfo Ortega Peña, teníamos cerca de trescientas defensas
jurídicas de presos políticos. No fue de extrañar entonces que lo de los 19
prisioneros que se entregaron a las autoridades en el aeropuerto de Trelew
-tras haber fugado de la cárcel y no poder abordar el avión en que se alejaron
sus restantes seis compañeros- fueran defendidos nuestros, en algunos casos, en
patrocinio compartido con otros abogados.
Aquella madrugada en que nos
anoticiamos por llamadas periodísticas de lo ocurrido en el atardecer y la
noche anterior entre la Cárcel de Rawson y el aeropuerto, los primeros nombres
conocidos nos indicaban que se trataba de varias de las personas cuyas defensas
técnicas teníamos a nuestro cargo. No vacilamos en tratar de viajar a la cárcel
de Rawson: fue imposible hacerlo en avión. El gobierno militar había bloqueado
todas las plazas para el vuelo de ese día. Fue así como, a media mañana,
iniciamos con Ortega Peña junto a otros abogados (Rodolfo Mattarollo, Carlos
González Gartland, Miguel Radrizzani Goñi, Pedro Galín) un tenso viaje en dos
automóviles, que de Bahía Blanca para abajo fue objeto de trabas en sucesivos
controles policiales, tendientes a impedir o demorar nuestro arribo a destino.
Al llegar, comenzó una de las
situaciones más dramáticas que me tocó vivir en mi larga e intensa vida profesional.
Muy pocas veces sentí tanta impotencia y pude comprobar en tal grado el
desamparo que trae aparejado la ausencia de respeto a ley y a las garantías
individuales con que someten los gobiernos militares a los ciudadanos.Desde la
mañana del 17 de agosto, Rawson parecía, por un lado, una ciudad ocupada, las
patrullas militares la controlaban, incluyendo hasta el comedor del Hotel
Provincial. Pero, por otro, era un páramo sólo recorrido por los fuertes
vientos invernales: los habitantes -sensatamente- sólo se dejaban ver lo
indispensable. Una indescriptible sensación de muerte nos embargaba, era una
crónica anunciada. íbamos de la cercanía de la cárcel a la zona próxima a la
base Almirante Zar, donde tenían a los prisioneros, sin que en ningún lado nos permitieran
acercarnos. Constantemente pedíamos entrevistar al juez de la Cámara Federal
Jorge V. Quiroga, que había viajado desde Buenos Aires y que instruía el
sumario, sin que accediera a recibirnos: hasta llegamos a presentarle escritos
pasándolos por debajo de la puerta de su habitación del hotel, reclamándole
seguridad para nuestros defendidos.
Todo era vano. Salíamos a la
calle y éramos vigilados, mientras los despachos militares y judiciales
continuaban herméticamente cerrados para nosotros. El clima era cada vez más
lúgubre: advertíamos que estábamos jugando tiempo de descuento: a vida de los
prisioneros corría cada hora más peligro y se nos escurría entre las manos.
Ortega Peña, Mattarollo, González Gartland y yo fuimos detenidos junto al
abogado de Trelew, Mario Amaya, asesinado luego por el golpe del 76, que no le
perdonó su participación en la defensa de aquellos prisioneros. Se nos amenazó
con fusilarnos, y tras un recurso de hábeas corpus presentado en Buenos Aires,
fuimos liberados. Amaya continuó detenido. Intentamos entonces hacer una
conferencia de prensa en el estudio de Romero, otro abogado de dicha ciudad. Un
explosivo en su puerta, impidió hacerla.
Comprendimos que nada podíamos
hacer allá. Nos embargaba el dolor, la impotencia, el sentirnos absolutamente
inútiles frente a la negación de todo derecho. Lo único posible era volver de
inmediato a la ciudad de Buenos Aires, a denunciar que el crimen avanzaba a
pasos agigantados.
En la tarde del 22 de agosto, en
la sede de la Asociación Gremial de Abogados, en nombre de los profesionales
intervinientes, Rodolfo Ortega Peña, en conferencia de prensa, hizo pública
denuncia de la situación y reclamó por la vida de los 19 prisioneros. Esa noche
un artefacto explosivo estalló en dicho organismo.
Concomitante con aquella
denuncia, en la base Almirante Zar la pedagogía criminal del terrorismo de
Estado producía la masacre de Trelew. Una danza de horror, en el pasillo y las
celdas, dejaba 16 cuerpos inertes y tres heridos graves. La sangre en las
paredes, los restos de masa encefálica, las marcas de los centenares de balas
disparadas contra las víctimas indefensas, mostraba en plenitud la furia
homicida y ejemplificadora.
Masacraban a estos jóvenes
militantes, pero apuntaban más que a sus corazones, a matar las utopías que
anidaban en ellos, sus sueños transformadores y su pasión argentina: no
secondenaba su metodología violenta; por lo contrario, aquel hacer de los
marinos a cargo del capitán Sosa era un himno a la violencia más extrema (sólo
la perversión hipócrita asesina sin piedad en nombre del derecho a la vida).
Tampoco fue el exceso de una
guardia ebria. Esta había sido la mera ejecutora de una orden secreta y directa
del presidente Lanusse y de los comandantes en jefe. Trataban de restablecer la
autoridad de los militares, golpeada en su orgullo envanecido, ahogando en
sangre a los que habían osado desafiarla.
Pero la vida de la Nación, que es
mucho más rica que los lineales propósitos dictatoriales, hizo que Trelew fuera
para el régimen de Lanusse lo que Malvinas para el gobierno de Galtieri. Un
gran espasmo, un enorme escalofrío e indignación recorrió el cuerpo social. Un
creciente sentimiento colectivo de repudio y espanto embargó al pueblo
argentino. Ocho meses después, el 25 de mayo de 1973, esos militares debieron
entregar el gobierno, aunque tres años más tarde volverían a asaltar el poder
para producir el vasto genocidio.
En mi modesta historia personal,
percibí en Trelew, tan palpable como nunca antes, la diferencia entre un estado
de derecho y la barbarie autoritaria. En esa comunión con la tragedia sentí la
reafirmación del compromiso con los derechos humanos y con la vida, que en
medio de tanta impotencia y fracaso recibía como un mandato irrenunciable.”
Fuente: Revista La Maga, 19 de
julio 1998
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