Por Atilio A. Boron
Hace un año usted se nos iba. Los medios de todo el mundo
dijeron, con ligeras variantes, algo así como “la muerte se llevó a Fidel”.
Pero, con todo respeto, Comandante, usted sabe que no fue así porque usted
eligió el día de su muerte. Perdone mi atrevimiento pero ella no vino a
buscarlo; fue usted, Fidel, quien la citó para ese día, el 25 de noviembre, ni
uno antes, ni uno después. Cuando cumplió 90 años, le dijo a Evo Morales y
Nicolás Maduro que “hasta aquí llego, ahora les toca a ustedes seguir camino”.
Pero usted también siguió su camino, aferrándose a la vida unos meses más hasta
el momento preciso en que había citado a la muerte para que lo viniera a
buscar. Ni un día antes, ni un día después.
¿Qué me lleva a pensar así? El hecho de que en cada una de
las cosas que hizo desde su juventud siempre transmitió un significado
revolucionario. La simbología de la Revolución lo acompañó toda su vida. Usted
fue un maestro consumado en el arte de aludir a la Revolución y su necesidad en
cada momento de su vida, pronunciando vibrantes discursos, escribiendo miles de
notas y artículos, o simplemente con sus gestos. Sobrevivió milagrosamente al
asalto al Moncada y ahí, de “pura casualidad”, usted aparece ante sus jueces
¡justito debajo de un cuadro de Martí, el autor intelectual del Moncada! ¿Quién
podría creer que eso fue un hecho casual? Es cierto: la muerte fue a buscarlo
infinidad de veces, pero nunca lo encontró: burló a los esbirros de Batista que
lo buscaban en México y sobrevivió a más de seiscientos atentados planeados por
la CIA. Usted todavía no la había llamado y ella, respetuosa, esperó que usted
lo hiciera.
Un hombre como usted, Comandante, que hacía de la precisión
y la exactitud un culto no podía haber dejado librado al azar su paso a la inmortalidad.
Revolucionario integral y enemigo jurado del culto a la personalidad (exigió
que, a su muerte, no hubiese una sola plaza, calle, edificio público en Cuba
que llevara su nombre) quería que la recordación de su muerte no fuese sólo un
homenaje a su persona. Por eso le ordenó que lo viniera a buscar justo el mismo
día en que, sesenta años antes, hacía deslizar río abajo -sin encender los
motores- el Granma, para iniciar con su travesía la segunda y definitiva fase
de su lucha contra la tiranía de Batista. Quería de esa manera que la fecha de
su deceso se asociase a un hito inolvidable en la historia de la Revolución
cubana. Que al recordarlo a usted las siguientes generaciones recordasen
también que la razón de su vida fue hacer la Revolución, y que el Granma
simboliza como pocos su legado revolucionario.
Conociéndolo como lo conocí sé que usted, con su enorme
sensibilidad histórica, jamás dejaría que un gesto como este -el recuerdo de la
epopeya del Granma- quedase librado al azar. Porque usted nunca dejó nada
librado al azar. Siempre planificó todo muy concienzudamente. Usted me dijo en
más de una ocasión “Dios no existe, pero está en los detalles”. Y en línea con
esta actitud el “detalle” de la coincidencia de su muerte con la partida del
Granma no podía pasar inadvertido a una mente tan lúcida como la suya, a su
mirada de águila que veía más lejos y más hondo. Además, su sentido del tiempo
era afinadísimo y su pasión por la puntualidad extraordinaria. Usted actuó toda
su vida con la meticulosidad de un relojero suizo. ¿Cómo iba a dejar que la
fecha de su muerte ocurriese en cualquier día y sepultase en el olvido la
partida del Granma y el inicio de la Revolución en Cuba? Usted quiso que cada
año, al homenajear a su figura, se recordase también el heroico comienzo de la
Revolución en aquel 25 de noviembre de 1956 junto a Raúl, el Che, Camilo,
Ramiro, Almeida y tantos otros. Usted la citó y la muerte, que siempre respeta
a los grandes de verdad, vino a recogerlo puntualmente. No se atrevió a desafiar
su mandato. Y sus médicos tampoco, a los cuales estoy seguro les advirtió que
ni se les ocurriera aplicarle medicina alguna que estropeara su plan, que su
muerte ocurriera antes o después de lo que usted había dispuesto. Nadie debía
interponerse a su voluntad de hacer de su propia muerte, como lo había hecho a
lo largo de toda su vida, su último gran acto revolucionario. Usted lo
planificó con la minuciosidad de siempre, con esa “pasión por los detalles” y
la puntualidad con que hizo cada una de sus intervenciones revolucionarias. Por
eso hoy, a un año de su partida, lo recordamos como ese Prometeo continental
que aborda el Granma para arrebatarle la llama sagrada a los dioses del imperio
que predicaban la pasividad y la sumisión para que, con ella, los pueblos de
Nuestra América encendieran el fuego de la Revolución y abrieran una nueva
etapa en la historia universal. ¡Hasta la victoria siempre, Comandante!
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