Carmen de Patagones era, hacia
1827, una pequeña aldea de alrededor de novecientos habitantes enclavada en
pleno territorio tehuelche. Luego de años de infortunio, sus pobladores habían
logrado una relativa prosperidad gracias a la explotación de las salinas que
abastecían a los saladeros rioplatenses y a los que aquí se instalaron.
Estos impulsaron la expansión de
la ganadería local mientras que el incremento del tráfico marítimo brindó
mercados a la producción triguera.
Entre 1825 y 1827, Patagones se
vio envuelto en la guerra entre nuestro país y el Imperio del Brasil por la
posesión del actual territorio uruguayo. El bloqueo del puerto de Buenos Aires
por el enemigo hizo de Patagones un puerto de corsarios a donde éstos conducían
a los barcos mercantes brasileños apresados con mercancías de todo tipo y
esclavos africanos. El enorme daño que se le infligía a la economía del Imperio
indujo a Pedro I a arrasar el Carmen.
En 1826 los maragatos recibieron
dos malas noticias: la inminencia de la invasión brasileña y la imposibilidad
del gobierno central de enviar refuerzos militares. La angustia se apoderó de
la población, pero el coraje y el amor a su tierra pudieron más y aquí se
quedaron derrotando su propio temor.
Finalmente, en la madrugada del 7
de marzo los invasores desembarcaron alrededor de 400 infantes que emprendieron
una fatigosa marcha de tres leguas por el monte cerrado.
La mitad de esta tropa veterana
eran mercenarios ingleses como lo era su comandante el capitán James Shepherd.
Cuando el sol asomaba en el
horizonte, el enemigo coronaba el cerro de la Caballada. Pero Patagones estaba
preparado. En el cerro estaban el subteniente Olivera con ciento veinte
jinetes, la mayoría de los cuales eran civiles: chacareros, hacendados, peones,
artesanos y comerciantes, además de los gauchos del baquiano José Luis Molina.
En el río, los corsarios Harris, Soulin y Dautant y sus tripulaciones, bajo las
órdenes del comandante Santiago Jorge Bynon; en el Fuerte, las mujeres y los
viejos junto a la infantería africana.
Los jinetes maragatos descargaron
sus fusiles e hirieron de muerte al capitán Shepherd. La columna enemiga,
agotada, sedienta y sin conductor, comenzó a retroceder buscando el río, pero
la caballería de Olivera la arrolló encerrándola entre el río y el monte,
envuelto en llamas por la astucia de Molina. A todo galope, un combatiente
patriota de diecisiete años, Marcelino Crespo, entró al pueblo por la calle que
hoy lleva su nombre gritando la victoria.
Acto seguido, Bynon dirigió el
asalto a las naves imperiales, el que concluyó entrada la noche con el arriado
del pabellón de la corbeta Itaparica.
Dos de las banderas arrebatadas
al invasor que aún se conservan en el templo parroquial dan cuenta del temple de
un pueblo altivo que fue capaz de valerse por sí mismo en una circunstancia tan
difícil.
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