MARCELO CÓRDOBA
Algunas reflexiones sobre neoliberalismo y autoritarismo
punitivo a partir del caso Chocobar.
Ilustración: Ramiro Rosende. |
El 1 de febrero el Presidente Mauricio Macri y la Ministra
de Seguridad Patricia Bullrich recibieron a Luis Chocobar en la Casa Rosada. El
encuentro no representó apenas un gesto de apoyo al policía, quien fuera
procesado y embargado por asesinar de un disparo por la espalda a Juan Pablo
Kukoc, uno de los jóvenes que asaltaron y apuñalaron a un turista en La Boca.
Bullrich incluso fue más allá, afirmando que el respaldo a Chocobar anunciaba
un “cambio de doctrina” que se plasmaría eventualmente en una reforma del
Código Penal.
Conforme a esta nueva doctrina, la presunción de inocencia
beneficiaría por regla a las fuerzas de seguridad, legitimando cualquier
accionar policial en el marco de un “enfrentamiento”. El Gobierno hasta se
comprometió, también según Bullrich, a llevar adelante el cambio antes de toda
reforma legislativa o jurisprudencial: “Los jueces que hagan lo que quieran,
nosotros vamos a ir en defensa de los policías”.
La gravedad y los peligros del gesto de Macri, así como el
despropósito del subsecuente anuncio de Bullrich, fueron señalados por
numerosas voces críticas, pero también desde el seno mismo de la coalición
gobernante Cambiemos. El dirigente de la UCR Ricardo Gil Lavedra (ex integrante
del tribunal del Juicio a las Juntas Militares) fue doblemente taxativo en su
apreciación: por un lado, cualquier reforma que concediera una presunción de
inocencia absoluta a los agentes policiales sería inconstitucional; y por otro,
un incremento del punitivismo y la represión no trae más seguridad, sino por el
contrario más violencia a inseguridad para el conjunto de la población.
La resonancia del caso fue amplificada por la difusión del
video del momento en que Chocobar ultima a Kukoc, captado por una cámara de
seguridad. Este video acabó demostrando que el policía en un principio había
mentido: los disparos no fueron en legítima defensa, cuando los realizó el
delito ya había concluido y el delincuente huía desarmado. Conforme a esta
prueba, la Cámara de Apelaciones confirmó el procesamiento de Chocobar,
endureciendo además la calificación del crimen al considerar que no había existido
legítima defensa, sino exceso en el cumplimiento del deber por el uso del arma
de fuego. Así y todo, el Gobierno ratificó su respaldo al policía.
Ahora bien, más allá de su particular resonancia, el caso se
presenta como una de las últimas manifestaciones de una tendencia general,
inscribiéndose en una línea de continuidad con anteriores expresiones de la
escalada represiva y punitivista. La brutal represión a las protestas contra la
reforma previsional en diciembre –a manos de la Gendarmería primero, y de la
Policía de la Ciudad después–; el asesinato en Bariloche del manifestante
mapuche Rafael Nahuel, también por un disparo en la espalda a manos de la
Prefectura –ocasión en que Bullrich esbozara por primera vez su doctrina de la
inocencia automática de las fuerzas de seguridad–; la muerte de Santiago
Maldonado en el contexto de un violento desalojo y una ilegal incursión de la
Gendarmería en tierras mapuches; la represión y detención arbitraria de quienes
se manifestaron en la Plaza de Mayo por el esclarecimiento de este caso, cuando
se cumplió un mes de la desaparición de Maldonado, fueron sólo algunas de las
más elocuentes expresiones de esta tendencia.
La escalada represiva y punitivista operada por las fuerzas
de seguridad a cargo del Poder Ejecutivo Nacional (a la que no dejaron de
plegarse, por cierto, las fuerzas locales: Chocobar, por caso, revistaba en la
Policía de Avellaneda) se articula con otros desarrollos concomitantes. La
aplicación arbitraria, por parte de un sector del Poder Judicial, de la prisión
preventiva, comporta el atropello institucionalizado a uno de los principios
básicos del Estado de Derecho. En un proceso inversamente simétrico, la
presunción de inocencia que el Gobierno pretende extender de manera absoluta y
automática a todos los funcionarios policiales, es la misma que la Justicia
sistemáticamente escamotea a ex funcionarios y dirigentes opositores.
Paralelamente, desde su acceso al Poder Ejecutivo, la
alianza Cambiemos ha tomado medidas que apuntan a la instauración de una
democracia de baja intensidad. Junto con la ya aludida disposición a reprimir y
criminalizar la protesta social, la presidencia de Macri ha intentado nombrar
jueces de la Corte Suprema por decreto, ha avasallado el Congreso vetando leyes
recién sancionadas y anulando otras por decretos de necesidad y urgencia, y no
ha dejado de sofocar medios y opiniones críticas hasta imponer prácticamente un
paisaje mediático monocromático –esfuerzo cuyo complemento es la financiación
clandestina de un ejército de trolls dedicados a difamar e injuriar voces
opositoras en las redes sociales–.
El panorama proyectado tiende a la instauración de un Estado
policial y autoritario, consecuente de la anulación de algunas de las garantías
constitutivas del Estado Democrático de Derecho. Ahora bien, debemos
preguntarnos, ¿puede acaso este panorama sorprendernos? Si atendemos a los
reclamos de campaña de Cambiemos (“unión” de los argentinos, reivindicación del
diálogo político, apelaciones a la calidad institucional y a la defensa de la
República), sin duda. Pero si atendemos más bien a la matriz neoliberal de sus
dirigentes, de ninguna manera; el autoritarismo de la alianza gobernante no
tiene nada de sorprendente.
El sesgo antidemocrático y autoritario de las políticas oficiales
–que el caso Chocobar ilustra a partir de la exaltación de la mano dura y el
aval legitimado al “gatillo fácil” policial– constituye el reverso oscuro, no
confesado, del Estado neoliberal. Para comenzar a entenderlo, conviene
mencionar un par de referencias históricas.
En su génesis, el neoliberalismo se presentó como una
propuesta reactiva. El programa político de Reagan y Thatcher, en efecto, fue
concebido como un conjunto de medidas para hacer frente a una situación que se
consideraba “imposible de administrar”. Esta caracterización derivaba del
diagnóstico elaborado por la denominada Comisión Trilateral, el cual se plasmó
en el informe The Crisis of Democracy (1975), escrito por Michel Crozier,
Samuel Huntington y Joji Watanuki (1).
Dicho reporte concluía con un juicio taxativo sobre la
“ingobernabilidad” de las democracias occidentales, situación a la que se había
arribado a raíz de la creciente –y de acuerdo a los autores, “excesiva”–
implicación de los gobernados en la vida política y social de sus comunidades.
La crisis de gobernabilidad de los setenta, en definitiva, era atribuida a las
revueltas y demandas de los movimientos sociales de los sesenta, por lo que se
recomendaba a los gobiernos poner un límite a las reivindicaciones y la participación
de la ciudadanía.
El neoliberalismo y la democracia liberal, por cierto,
encarnan proyectos políticos antagónicos. La otra referencia histórica, también
paradigmática, lo confirma. Friedrich Hayek, uno de los padres fundadores del
neoliberalismo teórico, expresó abiertamente su rechazo a los principios de
“soberanía popular” y de “democracia ilimitada”; las reglas del derecho privado
(el de la propiedad y el intercambio mercantil) no podían estar sometidas a
ningún tipo de control por una “voluntad colectiva”. Un Estado fuerte,
autoritario incluso, era la mejor garantía para velar por el correcto
funcionamiento del mercado. Tal como lo declaró al diario chileno El Mercurio,
en 1981, bajo la dictadura de Pinochet: “Personalmente prefiero una dictadura liberal
que una democracia que carezca de liberalismo” (2).
A esta luz, conviene desmontar la visión ideológica del
neoliberalismo como una conjunción de mercado libre y gobierno pequeño. El
propio Hayek defendía la intervención coercitiva del Estado para crear una
“armadura jurídica” que protegiera el derecho privado; para ello era
fundamental el monopolio estatal en el uso de la coerción pública, con el
propósito de garantizar la seguridad de los agentes económicos.
El neoliberalismo le asigna al gobierno el objetivo de crear
situaciones de mercado y formar individuos adaptados a las lógicas de mercado.
Pero ésta nunca fue una meta que se impusiera de manera “natural”, en virtud de
un proceso fluido y autopropulsado; antes bien, hubo de superar todo tipo de
obstáculos y resistencias. Se revela así el carácter disciplinario, violento
incluso, de este proyecto político y social.
Ahora bien, el intervencionismo coercitivo no se limita a
garantizar la reproducción y el correcto funcionamiento de las situaciones de
mercado. La contención punitiva de la marginalidad emergente, semblante de la
nueva cuestión social que provoca la desregulación económica, es otro factor
constitutivo en la construcción del Estado neoliberal. Se produce de esta
manera una deliberada fusión y confusión de las cuestiones sociales y penales.
Tal como lo ha argumentado el sociólogo Loïc Wacquant, así
como el neoliberalismo se ha asentado en el “Consenso de Washington” a nivel
financiero, existiría un consenso homólogo en lo que respecta a la seguridad
ciudadana, vale decir, una reforma punitiva de las políticas públicas que
enlaza la “mano invisible” del mercado al “puño de hierro” del Estado penal
(3). Contra la visión ideológica, el neoliberalismo realmente existente
configura una suerte de “Estado centauro”: liberal en la cima, con la clase
alta y las corporaciones, y rigurosamente paternalista en la base, con los
pobres y los sectores precarizados de la clase trabajadora.
La subsunción de la nueva cuestión social en la política
penal convierte al Estado neoliberal en esencialmente violento. A este
respecto, los filósofos Éric Alliez y Maurizio Lazzarato son implacables en su
juicio: “el neoliberalismo, para avivar mejor el fuego de sus políticas
económicas depredadoras, publicita una postdemocracia autoritaria y policial
gestionada por los técnicos del mercado” (4). Desde esta perspectiva, la
penalidad proactiva se erige en la única respuesta efectiva para contener las
consecuencias destructivas de la aplicación del programa neoliberal.
Pero la escalada punitivista no encontraría arraigo social
si no tuviera su correlato en una manipulación cultural. Es por esto que el
neoliberalismo del siglo XXI depende de la instalación de un clima de “guerra
civil global”, un trasfondo de violencia generalizada que haga posible la
“hegemonía neofascista sobre los procesos de subjetivación” (5). Esta hegemonía
encuentra su apoteosis, a nivel global, en las políticas xenófobas y sexistas
de Trump, mientras que en nuestro país se refleja en el virulento resurgimiento
de un odio racista de clase.
La consustancial simbiosis entre el neoliberalismo y el
Estado autoritario y policial es lo que verdaderamente explica el respaldo de
Macri a Chocobar. Aquí no deberíamos distraernos con interpretaciones coyunturales;
en todo caso, éstas sólo alcanzan a explicar la superficie de la cuestión. Sin
duda, la apelación a la mano dura complace a un importante sector del
electorado, justamente en un momento en que la imagen presidencial registra un
notorio descenso. Según una encuesta de la consultora Opinaia, el 53% de los
encuestados se manifiesta totalmente de acuerdo sobre el accionar del gobierno
en el caso Chocobar, y otro 30% parcialmente de acuerdo. Sólo un 17% afirma
estar totalmente en desacuerdo.
El apoyo oficial al “gatillo fácil”, junto con el
rimbombante anuncio de un “cambio de doctrina” penal, son eficaces pantallas,
oportunas cortinas de humo para desviar el eje de atención de la ciudadanía
desde los problemas económicos a otros temas en los que el Gobierno puede ganar
popularidad. Sin embargo, ésta no es la clave de la cuestión; la clave, antes
bien, está en aquello que hace posible esta eficacia distractiva, la raíz de la
aquiescencia y la aprobación a esos gestos de demagogia punitivista.
Y esa raíz anida en el cuerpo y alma de la subjetividad
neoliberal. Una subjetividad que en nuestras sociedades latinoamericanas fue
forjada a sangre y fuego por la intervención destructiva del Estado
autoritario. Sumir a los sujetos en una situación de competencia generalizada,
en efecto, precisó quebrar violentamente los lazos comunitarios por un proceso
de individuación, sustituir la solidaridad por la desconfianza interpersonal.
La estrategia de ventilar un clima de venganza, azuzando los sentimientos más
bajos de odio e intolerancia de la población, sirve hoy en día al propósito de
reproducir esta situación. El respaldo y la legitimación del accionar de
Chocobar, en definitiva, no es sino otra forma simbólicamente brutal de
dramatizar la frontera entre el “nosotros” –los ciudadanos meritorios,
respetuosos de la ley– y el “ellos” –los delincuentes amenazantes, desechables
en su marginalidad–.
Notas
(1) La Comisión Trilateral fue una organización
internacional fundada en 1973 por iniciativa de David Rockefeller, en la que se
aglutinaban personalidades destacadas de la economía y los negocios de las tres
principales zonas capitalistas: Norteamérica, Europa y el Asia-Pacífico. Su
objetivo fue elaborar propuestas políticas y económicas que contribuyeran a la
“paz y prosperidad” de estas zonas, atendiendo a los problemas de
gobernabilidad de las democracias desarrolladas y a la ruptura de los Acuerdos
de Bretton Woods.
(2) Citado en La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la
sociedad neoliberal, Christian Laval y Pierre Dardot, p. 185, Editorial Gedisa.
(3) “El matrimonio entre el workfare y el prisonfare en el
siglo XXI”, Loïc Wacquant, p. 190, en Astrolabio. Nueva Época, 9.
(https://revistas.unc.edu.ar/index.php/astrolabio/article/view/3174 )
(4) “A nuestros enemigos” (traducción al castellano de la
introducción del libro Guerres et Capital), Éric Alliez y Maurizio Lazzarato.
(https://comitedisperso.wordpress.com/2016/11/16/a-nuestros-enemigos/ )
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