22 de diciembre de 2017
Por Noé Jitrik
Hitler ganó las elecciones a comienzos de 1933, por escaso
margen; fue, sorpresivamente –para muchos era una especie de cómico siniestro–,
primera minoría de modo tal que, invocando, sin decirlo, esa prerrogativa, el
Presidente von Hindemburg, un poco viejo y sin duda cansado y decepcionado,
pese a que no le gustaba –él era un aristócrata de la vieja escuela y Hitler un
patán– lo designó “Canciller” o sea “Primer ministro” o “Jefe de Gobierno”, en
una posición que le daba muchos poderes.
Supongo que Hindemburg creería que ese triunfo electoral era
un mero y deleznable episodio, sostenido no por la gente razonable y decente
sino por bandas de matones, los
SS y los SA, y por lo tanto que no duraría demasiado o al
menos cuánto podría durar; conjeturaría que si no nombraba a ese exaltado
sobrevendría un caos ingobernable, también a él debía atemorizarlo el griterío
que se estaba imponiendo en una sociedad atrapada por la inflación y la penosa
sensación de la derrota de pocos años antes; sin proclamarlo operaba en él el
principio de la gobernabilidad, no nos resulta extraña esta palabra. Parece que
se equivocó, no percibió el alcance de esa decisión electoral, en todo lo que
pasó después reside la prueba. No quiero ni pensar en qué debió sentir en su
tumba cuando la tragedia terminó.
Ya en posesión del cargo, a Hitler, elegido
democráticamente, debió parecerle insoportable el control “democrático” que
podía ejercer el parlamento, el llamado Reichstag, con mayoría socialdemócrata
y comunista, justamente esa ralea contra la que se había pasado vociferando
durante varios años y que intentaría frenar sus frenéticas decisiones: el juego
democrático estaba bien para ganar pero no para respetarlo. Cómo hacer para
sacarse de encima a esos legisladores que no parecían muy dispuestos a
acompañar lo que se veía venir debió ser una primera preocupación de la nueva
etapa.
Muy pronto un providencial incendio lo resolvió: nada menos
que el Reichstag empezó a arder, apenas tres meses desde que Hitler había
asumido su cargo. Como los eficientes bomberos, o el ministro Goebbels,
encontraron en el interior del edificio a un obrero que reconoció ser
comunista; los nazis endilgaron, por carácter transitivo, el incendio a los
comunistas, repitiendo una tradición clásica, Nerón, que incendió Roma, y los
cristianos a los que culpó. Establecida rápidamente esa responsabilidad, aunque
nunca se entendió por qué los comunistas querrían quemar su propia casa, los
nazis acabaron con el parlamento, con la oposición y con las debilitadas
estructuras democráticas: como en la Roma imperial la plebe celebró con fervor,
palabra adecuada para un incendio, la acción ejemplificadora. Cuando los nazis
que no se suicidaron al final de la guerra fueron juzgados, uno de ellos,
Göring, se jactó de la empresa incendiaria, vaya por la obviedad.
Para los nazis el incendio fue iluminador: justificaba la
ofensiva contra los comunistas, tan perniciosos como los judíos que
contemplaron sin creer lo que veían que no las llamas sino las piedras cerraban
un ciclo histórico y abrían otro, la mayor de las persecuciones de que habían
sido objeto en toda su sufrida historia. De paso, como haciendo realidad esa
creencia acerca de que los sentimientos –el nazismo se presentaba con ese
estandarte– son superiores al pensamiento –qué amargura tuvo que sentir
Heidegger cuando se encontró con esa opción–, en una noche inolvidable fueron
quemados públicamente miles de libros
con el aplauso de entusiastas pirómanos provenientes de las cavernas más
oscuras de la brutalidad germánica. “Luz, más luz”, había dicho Goethe en su
lecho de muerte: ¿qué habría pensado al ver “esa” luz que liquidaba una
literatura superior, forjada durante siglos?
A partir de ese momento fue imposible pararlo: los jueces
que quedaban después de la depuración que sobrevino –Hitler declaró que quería
jueces que representaran su vigoroso envión de cambio– se doblegaron
rápidamente, ni soñar en defender a los no procesados y ni siquiera acusados,
aunque tampoco necesitaban expedirse sobre las decisiones que tomaban Hitler y
sus cómplices y que contaban con la adhesión de casi todo un enfervorizado
pueblo, menos los judíos –considerados infrahumanos–, los comunistas –el
peligro por definición–, los gitanos, los homosexuales, los discapacitados, los
escritores, los músicos, los artistas, a todos los cuales muy pronto les
estuvieron destinados la apropiación de sus bienes, los campos de concentración
y al cabo de poco tiempo las cámaras de gas después de ser acarreados por
eficientes ferrocarriles, que cumplían su horario para envidia de los países
subdesarrollados en los que siempre hay demoras. Los industriales más poderosos
apoyaron con entusiasmo el cambio que proclamaba y ejecutaba el diligente
equipo nazi al que ayudaron a rearmar un ejército vencido; hasta del lenguaje
se ocuparon, la palabra “judío” no necesitaba explicarse, era una condena “per
se”, lo mismo que la palabra “comunismo” y, en una dirección opuesta, la
sagrada palabra “alemán” era exaltada como una virtud en sí misma. Al pasado
reciente no le fue mejor: era invocado como la mayor de las calamidades que la
raza podía haber padecido y contra su herencia maldita construyeron un sistema
de control que cubría todos los aspectos de la vida social, hasta lo individual
e íntimo.
Se sabe cómo terminó esa pesadilla: muertos de a millones,
destrucción de ciudades, dispersión y hambrunas, enfermedades físicas y
mentales y, sobre todo, para los alemanes, la penosísima impresión de que otra
vez habían perdido, un imperio era imposible, un loco que parecía real había
destruido una identidad, un orgullo de ser, en fin la aniquilación de lo que no
había sido un proyecto sino un propósito delirante y maligno, casi sin igual en
toda la historia, ese mérito no se le puede quitar.
Se pensó que después de 1945, derrota y suicidios, ciudades
destruidas, ruinas por todas partes, no quedaría nada de lo que podía contener
la palabra “nazismo”. Error. Quedó su filosofía, no su fracaso, pero no como un
sistema, como lo había pretendido en su momento de apogeo, sino como una
estructura de sentimiento que canaliza disconformidades, odios, resentimientos
y, por parte baja, el servirse de la democracia para aplastar a objetos
indefinidos de resentimiento y rencor. Reaparece en Alemania, en los países
bálticos que lo sufrieron, en Europa por todas partes y se filtra igualmente en
comportamientos políticos que no asumen ese nombre pero si ciertas líneas de
acción, la mentira, la calumnia, la prepotencia, la xenofobia, el realismo
crudo, el oportunismo, la represión.
Se diría que pese a su brutal exceso pareciera no haber
creado un mito pero tal vez creó un modelo de acción que sin pensar en campos
de concentración ni en la eliminación de grupos situados en una escala humana
inferior, propone de diverso modo comportamientos, por ejemplo el uso y el
abuso del poder, el desprecio a la cultura y a la justicia, la orgullosa
ignorancia sobre el “otro” y su deseo de ser y de vivir, el culto al dinero y
la autocondonación de sus actos, la rapiña al Estado y la apelación a la
fuerza. Si es sólo un modelo ejemplificar, en consecuencia, con lo que los
nazis fueron, quisieron e hicieron puede parecer excesivo; no lo creo: es
cierto que no se trata de segunda vuelta ni de resurrección pero sí de
reminiscencias, vagas fórmulas que conducen a lo que fue o a un porvenir que
temblorosamente se le parece. Hay parecidos: establecerlos puede ser higiénico,
es cuestión de cada cual reconocerlos, no es un ejercicio que se le pueda
imponer a nadie pero se puede sugerir que se haga, los resultados pueden ser
tan iluminadores como lo fue el incendio del Reichstag.
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