28 de febrero de 2017
Lino Barañao dijo en la revista
Noticias que el Conicet no debería financiar el estudio de la Edad Media.
Propaga la idea de que el Estado invierte en una actividad ajena a los
intereses del país y que solo sirve para el goce hedonista de los
medievalistas.
La opinión es vulgar y trillada; lo
insólito es escucharla en boca del ministro de Ciencia. Como integrante del Conicet
dedicado a la historia del Medioevo, materia que a su vez enseño en las
universidades de Buenos Aires y de La Plata, me siento interpelado. La
circunstancia exige algunas consideraciones.
Del feudalismo se originaron el
modo de producción capitalista, el régimen político moderno, la sociedad civil,
el sistema parlamentario, las condiciones del racionalismo, las comunas, las
luchas sociales (entre ellas las luchas antifeudales), la forma de familia que
hoy se encuentra en crisis, la Iglesia, la religiosidad moderna, la
discriminación de las minorías confesionales, el préstamo y los bancos, las
primeras configuraciones nacionales y el colonialismo. Prácticamente todas las
determinaciones cardinales de nuestro mundo derivan de la Edad Media.
Hegel decía que el estudio del
pasado se inicia en el presente. Indicaba así la íntima relación entre aquello
que, en palabras de los lingüistas, se ha denominado análisis sincrónico y
análisis diacrónico. Con esto se pretende
decir que estudiar la situación actual argentina (que el ministro avala)
presupone estudiar una historia que no se inició en 1810 sino que se remonta a
mucho antes, a la conquista española, y más allá a la Edad Media. Ese estudio
es indispensable si se pretende acceder a los fundamentos de la cuestión actual
y con ellos a un pensamiento crítico que el gobierno ya condenó.
De los aportes que dio La Edad
Media, uno de ellos, las condiciones de posibilidad del racionalismo, es muy
apropiado para lo que aquí se comenta. Se sabe que miembros de la jerarquía
eclesiástica procuraron impedir la difusión del aristotelismo (y Umberto Eco
hizo del tema un cautivante best seller). Entre otros, el obispo de París
Étienne de Tempier prohibió en la década de 1270 la enseñanza de las tesis
aristotélicas; los universitarios se protegieron defendiendo su autonomía
(apelaron a la huelga, que fue otro invento medieval), y lograron que a fines
del siglo XIII el aristotelismo se impusiera en los medios intelectuales
europeos. A lo largo del tiempo otros obispos (religiosos o profanos)
pretendieron dictaminar sobre lo que se estudia, y en ellos se descubre al
linaje de Barañao. La estrategia de los científicos argentinos debería ser la
de sus colegas medievales: defenderse contra la intervención de este prelado
del siglo XXI.
Hay otras cuestiones en danza.
Eric Hobsbawm, un historiador que
posiblemente el ministro desconoce pero que ha sido uno de los más notables del
siglo XX, dijo que los medievalistas habían renovado muchas veces el estudio de
la historia. Pensaba en el papel de Michael Postan en Inglaterra y en el de
Marc Bloch en Francia. En nuestro país se dio una situación análoga. El estudio
riguroso del documento (con apoyo en la filología) lo inició en la Universidad
de Buenos Aires, a principios del siglo XX, el medievalista italiano Clemente
Ricci, tarea que fue continuada desde 1943 por otro medievalista emigrado y
mundialmente famoso, Claudio Sánchez Albornoz. La renovación de la
historiografía argentina en los años 1960, con la introducción de un enfoque
social no positivista, se debió a José Luis Romero, que fue un extraordinario
medievalista, y el más eximio conocedor de la historia argentina en la última
centuria, Tulio Halperin Donghi, realizó su doctorado estudiando los moriscos
valencianos del siglo XVI. Con su tesis inauguró en el país la historia
económica y social centrada en una región.
Los casos citados muestran que el
medievalista alimenta reflexiones, aunque él mismo se nutre de historiadores de
distintas épocas, de científicos sociales, de literatos o de filósofos. Hace lo
que hace todo científico. Posiblemente el ministro Barañao no diría las cosas
que dice si conociera estas cuestiones o si supiera que Einstein elaboró su
teoría de la relatividad leyendo a Platón, Hume, Spinoza, Kant, Mach y Russel.
Sabría entonces que la ciencia es ante todo una atmósfera múltiple que respiran
quienes la comparten.
Conjeturo que estas reflexiones
no lo conmueven. Se presenta a sí mismo
como un hombre práctico con ansiedad por el rendimiento monetario, y no dejó de
viajar hacia el lugar donde podía obtener mayores beneficios (no por nada
cuando se lee a Tácito hablando de los tránsfugas romanos que se iban con los
bárbaros uno se acuerda del Lino apresado por sus impulsos terrenales). Ahora pertenece a un gobierno en el cual esas
preocupaciones monetaristas están a la orden del día, y no descartemos que en
compañía de muchos gerentes de empresa haya avivado su inclinación natural. No
obstante si la cuestión es ésta, las apariencias lo engañan. Debería evaluar al
respecto cuantas divisas le redituaron a Francia la famosa pareja de Sartre y
Simone de Beauvoir o los estructuralistas de los años 1960 y 1970. Algo similar
es posible señalar sobre Borges, que seguramente le ha proporcionado al país
más riquezas culturales y económicas que las que le dieron las aplicadísimas
investigaciones del ministro Barañao.
A propósito de Borges. Un libro de
Silvia Magnavacca, investigadora del Conicet, pone de manifiesto la sabiduría
que atesoraba en filosofía medieval. Su lectura le evitaría al ministro exponer
su torpeza, aunque se le opone un escollo insuperable: la profesora Magnavacca
escribió una obra demasiado elevada para la estatura intelectual de Barañao.
Este último ejemplo nos revela, una
vez más, la intrínseca relación entre distintas prácticas científicas y
culturales. En esa unidad que logra la
praxis el medievalista argentino tiene su papel; esperemos que la escasa
cultura de un funcionario no elimine esa participación.
* Profesor de Historia Medieval en
la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e investigador del Conicet.
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