Autor: Felipe Pigna
Cuando el desorientado almirante
Cristóbal Colón llegó a lo que él creía era parte de la India o de China (ni
siquiera estaba seguro de la ubicación geográfica de su error) y que en
realidad era la isla que los taínos habían “descubierto” hacía rato y llamaban
Haití, decidió rebautizarla La Española 2 En ese momento, el territorio
estaba gobernado por cinco caciques principales: Guarionex, en cuyas tierras y
ríos, para su desgracia, había oro; Guacanagarí, que les dio la bienvenida y
hospedaje a Colón y sus muchachos; Cotubanamé, conocido como el señor de la
isla sur; Caonabó, 3 el más poderoso y guerrero de todos ellos, y Behechio,
hermano de Anacaona, esposa de Caonabó y recordada por su gran belleza. En poco
tiempo, para la versión de los invasores, Caonabó se convertiría en el más
encarnizado enemigo de los blancos […] dotado de natural talento para la guerra
y de una inteligencia superior a la que suele caracterizar la vida salvaje.
Tenía para acometer atrevidas empresas un ánimo incansable y audaz; y el apoyo
de sus tres valientes hermanos, y la ciega obediencia de una tribu numerosa.
El encuentro inicial con los
invasores españoles fue pacífico. Los taínos hicieron gala de su hospitalidad y
su visión amistosa del mundo. Alimentaron y hospedaron a Colón y los suyos, y
como no entendían de propiedades privadas compartieron sus riquezas, como
señala el padre Las Casas: “tomaban todo lo que bien les parecía, con mucho
placer de los dueños, como si todo fuera de todos”.
Pero Colón no estaba muy
interesado en el intercambio cultural; quería enriquecerse sin demasiados
trámites y comenzaron los más crueles ultrajes contra la población original,
provocados por lo que Germán Arciniegas llama la “fiebre amarilla”, es decir, la
desesperación de los europeos por el oro.
El propio Colón escribía en su
diario: “El oro es excelentísimo: del oro se hace tesoro y con él, quien lo
tiene hace cuanto quiere en el mundo”.
Pronto comenzaron las violaciones
y los asesinatos en masa, llevados adelante por aquella gente que traía consigo
toda la intolerancia de la España inquisitorial de los Reyes Católicos, que
acababa de expulsar a los judíos y que quería acomodar el mundo que
“descubrían” a su mundo. Los indignaban desde la costumbre cotidiana del baño
hasta la vida comunitaria, desde la poligamia hasta el politeísmo, aunque
ellos, tan fervientes monógamos y católicos, formarían verdaderos harenes,
iniciando una costumbre que se extendería por toda la llamada “América
española”. Negaban la condición humana de sus anfitriones, a los que
inmediatamente pretendieron convertir en súbditos.
El Almirante volvió a España a
dar cuenta de sus “hazañas” y dejó a sus hombres al mando del escribano real
Diego de Arana en el Fuerte de Natividad, construido con los restos de la
malhadada Santa María. Según la historia oficial, imploró a sus hombres que
trataran bien a los “indios”; según la verdad histórica, avaló antes de irse
una matanza en la que parte de su tropa se entretuvo probando sus armas con
hombres, mujeres y niños. Cuando los invasores, ya convertidos en cazadores de
esclavos, quisieron establecer un coto en las tierras de Caonabó, en el Cibao, les fue muy mal. El cacique estaba perfectamente al tanto de la conducta de
los europeos y los estaba esperando. Fueron recibidos a flechazos. Quedaron
unos pocos que fueron perseguidos por Caonabó y sus hombres hasta el fuerte,
que ardió hasta convertirse en cenizas. Así terminaba el primer asentamiento de
los invasores, por orden del primer rebelde americano. Las Casas justifica la
acción escribiendo que el ataque era producto del accionar despiadado de los
españoles, “por sus culpas y malas obras”.
Colón, al regresar en su segunda
invasión y enterarse de lo ocurrido, se enfureció y sólo pensaba en terminar
con ese hombre cuyo nombre apenas podía pronunciar. Mandó construir un nuevo
fuerte en la desembocadura de un río llamado hoy Bajabonico, y lo bautizó La
Isabela en memoria de la reina católica. La ciudadela fue rápidamente sitiada
por Caonabó y su gente, que se oponían al tributo y a los permanentes
atropellos de los “colombinos”.
Cuenta el notable historiador
Juan Bosch:
Como un fantasma, Caonabó, cuyo
espíritu parecía animar todas las rebeliones, seguía siendo un ser terrible y
desconocido, casi una imponente leyenda, inencontrable, inaprensible, con su
amenazador prestigio creciendo cada vez más. Un día era atacado determinado
fuerte español; a Caonabó se achacaba la empresa. O algunos soldados hispanos
que se aventuraban a alejarse de sus compañeros aparecían muertos y mutilados;
Caonabó era el autor de esas muertes. O las imágenes de santos católicos eran
destruidas; Caonabó lo había ordenado. Caonabó era ya el dios del mal en La
Española, el espíritu implacable, el perseguidor incansable. Colón, más sagaz
político de lo que se ha querido ver, sabía que mientras viviera Caonabó su
dominio de la isla sería insuficiente, porque los españoles no dejarían de
temerle y los indios no se sentirían desamparados en tanto supieran que él podía
aparecer un día para acabar con los invasores, como lo hizo la primera vez. 12
Treinta días duró el sitio de La
Isabela, lucha en que el jefe rebelde fue perdiendo a sus mejores hombres.
Pensó que lo mejor era la unión de todos los jefes contra los invasores, pero
lamentablemente Guarionex se opuso porque había dado su palabra a Colón de
hospedarlo y obedecerlo. Caonabó fue capturado después de caer en una trampa
que le tendió Alonso de Ojeda, uno de los lugartenientes de Colón. El Almirante
lo mantuvo prisionero durante meses. Sigue narrando Bosch:
Pasaba las horas mirando a través
de las rejas de una ventana, contemplando el lejano horizonte con una expresión
de gran señor preocupado, sin mostrar jamás una debilidad. Sus guardianes
tuvieron siempre la impresión de que aquel prisionero tenía un alma más grande
que las suyas.
Pero Caonabó no había nacido para
obedecer y un día pidió hablar con Colón y le explicó que la única forma de
parar los constantes ataques que se sucedían era que el propio Almirante
encabezara la represión. La estratagema era parte de un plan que pretendía
alejar de La Isabela a Colón y a los mejores soldados españoles, para facilitar
el ataque a cargo del cacique Maniocatex. La idea era liberar a Caonabó y
destrozar el poblado español. Pero la conspiración fue descubierta por Colón,
quien decidió enviar al prisionero a Europa para que lo juzgara la justicia
inquisitorial española.
Caonabó fue embarcado a la fuerza
y a poco de ingresar al barco inició la primera huelga de hambre de la que se
tenga registro en nuestra América. El primer libertador se negó a probar
bocado. Ellos habían decido presentarlo ante unos reyes que repudiaba y a los
que negaba toda obediencia. Caonabó seguiría desobedeciendo hasta el último
momento de su vida. Hay dos versiones sobre su muerte, la que dice que murió de
inanición y la que habla de un naufragio de la embarcación que lo llevaba ante
sus “altezas”. Lo cierto es que Caonabó cumplió su palabra: no se arrodillaría
ante los reyes que propiciaban la masacre de su pueblo y no lo hizo.
Concluye Bosch su artículo con
esta semblanza:
Cuando supo el fin de Caonabó,
Colón dispuso que todos los indios de La Española debían pagar un tributo
anual, en oro, a los Reyes de España. Mientras él vivió, el Almirante no se
hubiera atrevido a imponer esa ley arbitraría. Aun preso, Caonabó bastaba a
evitar males a su raza.
Se enorgullece Hernando Colón
–hijo del Almirante–, del sistema que adoptaron:
Pagaría toda persona mayor de
catorce años un cascabel grande lleno de oro en polvo; todos los demás,
veinticinco libras de algodón cada uno. Y para saber quién debía pagar ese
tributo se mandó hacer una medalla de latón o de cobre, que se diese a cada uno
cuando la paga, y la llevase al cuello, a fin de que quien fuese encontrado sin
ella se supiere que no había pagado y se le castigase.
Hizo falta esta tragedia para que
llegara la unidad y que hasta Guarionex se sumara a ella. La lucha duró varios
meses, al cabo de los cuales, provistos de refuerzos y de sus armas de fuego,
los perros y sus pestes, los invasores lograron imponerse. Anacaona, “Flor de
Oro” en lenguaje taíno, tras la captura de su esposo buscó refugio en Xaraguá y
compartió el mando con su hermano Behechio. Cuando éste, a su vez, cayó
peleando, Anacaona asumió la jefatura de la resistencia hasta su captura,
tormento y muerte por los invasores. Tras verse obligada a presenciar el
martirio en la hoguera de casi un centenar de señores de su tierra, fue
finalmente “honrada” con la horca.
Guarionex sufrió la misma suerte
que el pionero de la rebeldía americana; fue detenido, torturado y, en el
traslado a España, murió durante un naufragio frente a la isla de Saona.
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