"NO SE SABÍA QUÉ HACER CON
ÉL"
Era hijo de militantes políticos.
Fue torturado delante de su madre porque ésta se negó a firmar la escritura de
su casa. Estaba condenado porque "había visto demasiado". Ni los
sicarios de la ESMA se atrevían a cumplir la condena. Está desaparecido.
Por Lila Pastoriza
La madrugada en
que fue secuestrado --12 de mayo de 1977--, Pablo Míguez tenía 14 años. Un
grupo operativo del Ejército fue a buscar a la madre y a su pareja, militantes
del ERP, y se llevó a todos al centro clandestino de detención conocido como
"El Vesubio", en el partido bonaerense de La Matanza. Allí comenzó
para "Pablito", como lo llamaban en los campos, un derrotero de
espanto e incertidumbre cuyo final se pierde en la noche y la niebla del
silencio y la impunidad. Luego de unos meses en el Vesubio lo trasladaron al
más alto de los altillos de la ESMA, que compartimos juntos. Después, no se
sabe. Quizás estuvo un tiempo en la comisaría de Valentín Alsina. O tal vez la
Marina ya lo había "trasladado" en uno de sus vuelos. Pablo nunca
apareció. ¿Quién decidió su suerte? Era un menor. ¿No sería para el general
Martín Balza un caso arquetípico entre los que él consideró "actos
repudiables que comprometieron la imagen institucional"? Hemos logrado
reconstruir retazos de su deambular por los centros clandestinos. Hasta la
niebla, claro. ¿Qué hicieron con Pablo Míguez? Desde hace 21 años, las Fuerzas
Armadas deben la respuesta.
Pedido de hábeas corpus
presentado por el padre de Pablo en 1977 y rechazado por la Justicia. Derecha:
certificado escolar.
Agosto del '77, Escuela de
Mecánica de la Armada. En el ultimo piso del edificio donde funcionaba el
Casino de Oficiales --"capuchita"--, uno de los guardias con mas
tiempo en ese sitio trae a un prisionero "nuevo", le descubre la
cabeza y comenta a otro: "mirá a lo que nos dedicamos ahora... 14 años
tiene". Están frente a mi cucheta y sólo logro atisbar la mitad inferior
de un cuerpito dentro de un holgadísimo pantalón rosado. Creí que era una
chica. Pero no, era Pablo. Lo instalaron al lado mío y colocaron sobre sus ojos
un "tabique" blanco (de los que tenían los que serían liberados). Al
rato nomás, y aprovechando la "guardia buena", ya me había contado su
historia, o al menos, la de los últimos tiempos.
Todo lo que él relató, a veces en
detalle, lo fui corroborando luego, muchos años después, cuando supe que no
había aparecido y comencé a rastrear, en los testimonios de sobrevivientes, su
paso por los campos. Entonces descubrí que su historia había sido mucho más
terrible y dolorosa que lo que sus palabras evocaban. Mucho más irresistible.
Quizá por eso la contaba así.
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