El 29 de septiembre de 1976
María
Victoria Walsh, militante montonera e hija del escritor, periodista y militante
Rodolfo Walsh, se suicidó luego de combatir contra más de un centenar de
soldados que rodearon la casa donde se encontraba escondida. El recuerdo de
Notas en las inmejorables palabras de su padre.
“Vicki” había nacido el 28 de
septiembre de 1950 en la Ciudad de La Plata. Fue periodista y delegada gremial
en el diario La Opinión, teniendo enormes diferencias con su director Jacobo
Timerman (padre del actual canciller argentino) a quién llegó a romperle la
puerta de su oficina de una patada.
Abandonó el diario ante las
denuncias de su director contra los propios periodistas a quienes acusaba de
guerrilleros. Allí pasó a hacerse cargo del departamento de prensa en el frente
sindical de Montoneros. Ya en la clandestinidad su nombre de guerra pasó a ser
“Hilda”.
El 29 de septiembre de 1976 junto
con sus compañeros Alberto José Molinas Benuzzi, José Carlos Coronel, Ignacio
José Bertrán e Ismael Salame, cayó en el llamado combate de Villa Luro. Allí
unos 150 militares rodearon la casa donde se encontraban clandestinos los
militantes montoneros.
Tal como recordó Rodolfo Walsh en
la carta a sus amigos, tres meses después de la muerte de Vicki, un soldado
contó que “hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie
sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo
ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en
camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo
que dijo. ‘Ustedes no nos matan’ dijo el hombre ‘nosotros elegimos morir’.
Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros”.
A continuación reproducimos dos
cartas de Rodolfo Walsh. La primera, a su hija Vicki al enterarse de su muerte.
La segunda, la antes mencionada a sus amigos, tres meses después de los hechos.
Carta a Vicki
Querida Vicki: La noticia de tu
muerte me llegó hoy a las tres de la tarde. Estábamos en reunión cuando
empezaron a transmitir el comunicado. Escuché tu nombre, mal pronunciado, y
tardé un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando
era chico. No terminé con ese gesto. El mundo estuvo parado ese segundo.
Después les dije a Mariana y Pablo: “era mi hija”. Suspendí la reunión.
Estoy aturdido. Muchas veces lo
temía. Pensaba que era excesiva suerte no ser golpeado, cuando tantos otros son
golpeados. Sí, tuve miedo por vos, como vos por mí, aunque no lo decíamos.
Ahora el miedo es aflicción. Sé muy bien por qué cosas has vivido, combatido.
Estoy orgulloso de esas cosas. Me quisiste, te quise. El día que te mataron
cumpliste 26 años. Los últimos fueron muy duros para vos. Me gustaría verte
sonreír una vez más.
No podré despedirme, vos sabés
por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio
es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida
mía.
Hablé con tu mamá. Está orgullosa
en su dolor, segura de haber entendido tu corta, dura, maravillosa vida.
Anoche tuve una pesadilla
torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en
sus límites, que brotaba de alguna profundidad.
Hoy en el tren un hombre me
decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un
año”. Hablaba por él pero también por mí.
Carta a mis amigos
Hoy se cumplen tres meses de la
muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del
Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido
mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz
de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles
cómo murió Vicki y por qué murió.
El comunicado del Ejército que
publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los
hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros,
responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda.
Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría
Política que combatieron y murieron como ella.
La forma en que ingresó a
Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso,
se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar
en diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El
periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada
sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del
diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se
perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios
periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.
Fue a militar a una villa
miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía.
Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido,
Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de
ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El
sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse
mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente
se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se
quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios
de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba
una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical,
que era su responsabilidad.
Nos veíamos una vez por semana,
cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez
minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener
una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin
embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser
el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada
partida.
Mi hija no estaba dispuesta a
entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por
infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a
quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la
mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que
procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente
que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino
caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató
nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última
victoria sobre la barbarie.
El 28 de setiembre, cuando entró
en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija
porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en
camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.
A las siete del 29 la despertaron
los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa
acordado, subió a la terraza con el secretario político, Molina, mientras
Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la
escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el
cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el
testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.
“El combate duró más de una hora
y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención
la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos,
ella se reía.”
He tratado de entender esa risa.
La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque
conociera su manejo por las clases de instrucción.
Las cosas nuevas, sorprendentes,
siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante
una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150
hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes,
jefe del operativo.
A los camiones y el tanque se
sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.
“De pronto, dice el soldado, hubo
un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto
y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla
bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos
en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. ‘Ustedes no nos
matan’ dijo el hombre ‘nosotros elegimos morir’. Entonces se llevaron una
pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros.”
Abajo ya no había resistencia. El
coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales.
Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco
cadáveres.
En el tiempo transcurrido he
reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que
mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de
mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos
que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el
más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta,
hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones.
Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y
soy yo quien renace de ella.
Esto es lo que quería decir a mis
amigos y lo que desearía de ellos es que lo transmitieran a otros por los
medios que su bondad les dicte.
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