Bajados del colectivo
por el delito de ser morochos
Policías de la comisaría 5ª de Lanús hicieron bajar a los
chicos del colectivo sin motivo alguno. Luego los maltrataron, golpearon y
llevaron sin dar parte al fuero de menores a la seccional, la misma que hace un
año reprimió en un comedor comunitario.
Dos hermanos de 15 y 17 años, que fueron robados y golpeados
por un grupo de jóvenes a la salida de la secundaria a la que concurren, en el
barrio porteño de San Cristóbal, en lugar de ser asistidos por la policía,
fueron maltratados y agredidos por uniformados de la Ciudad y de la Bonaerense.
El calvario empezó cuando dos agentes de la Ciudad de Buenos Aires los dejaron
a merced de quienes los robaban, pero lo peor pasó después, en Lanús, donde
viven con su familia, porque cayeron en manos de un numeroso grupo de agentes
de la comisaría quinta de ese partido. Los dos chicos, sin motivo alguno,
fueron retenidos durante doce horas, tiempo en el cual fueron golpeados,
amenazados y, para colmo, se les abrió causa por una supuesta “resistencia a la
autoridad”.
La familia, que ahora presentará una denuncia judicial para
que se sancione a los policías involucrados en la retención ilegal, criticaron
la actitud del secretario de Seguridad de Lanús, Diego Kravetz, quien enterado
de la detención ilegal de los dos chicos, le aconsejó a la madre que aceptara
firmar el acta por “resistencia a la autoridad”. El funcionario, que ni
siquiera concurrió a la comisaría para interesarse por la situación de los
chicos, les dijo a los familiares telefónicamente que “después iba a ocuparse
de que la causa quedara sin efecto”, según relataron las víctimas a PáginaI12.
El miércoles 4 de abril al mediodía, los hermanos J. C., de
15 años, y F. C., de 17, salieron como todos los días de la Escuela Normal 8 en
la que son alumnos regulares, en La Rioja entre Humberto Primo y Carlos Calvo,
en el barrio porteño de San Cristóbal. En la puerta del colegio, fueron
hostigados por un grupo de seis pibes a los que conocen porque “siempre andan
buscando problemas”. Los rodearon con fines de robo y amedrentar a un amigo que
estaba con ellos. F. C. intervino “para separar” y como respuesta, recibió una
trompada en el rostro que le abrió una herida. “De ahí en más me pegaron entre
todos, me caí al piso y me empezaron a patear por todos lados”.
J. C., para evitar que le siguieran pegando a su hermano,
fue hasta la esquina de Rioja y San Juan, para pedirle ayuda a un policía de la
Ciudad, que en lugar de intervenir para terminar con la desigual pelea, le
pidió al chico los nombres de los agresores, algo que no sabía. J. C. volvió
para ayudar a su hermano y a su amigo, pero de pronto apareció otro agente
policial, un hombre mayor, que en lugar de separar o de increpar al grupo que
los golpeaba, le pegó un bastonazo en la cabeza al denunciante. Los chicos que
los agredieron conversaron luego amablemente con los dos policías y se fueron a
la plaza Martín Fierro. Mientras tanto, F. C. comprobó que en la pelea le
habían robado el celular, pero los agentes no le prestaron atención. La
agresión ocurrió en la puerta de la escuela, llena de gente, pero nadie hizo
nada para impedir que golpearan a los tres chicos.
Después de pasar por la casa de un amigo, donde F. C. se
puso hielo para disminuir la hinchazón en el rostro, los hermanos caminaron
hacia Parque Patricios y tomaron el colectivo 31, para emprender el regreso a
su casa, en Lanús. Como si fuera una sesión de películas de terror en
continuado, cuando el micro iba por la ribera del Riachuelo, del lado de la
provincia, al llegar a la calle Pellegrini 2060 –lo recuerdan porque anotaron
el número de la placa ubicada en el frente de una casa–, el vehículo de
pasajeros fue detenido por agentes de la Comisaría quinta de Villa Diamante, partido
de Lanús. Mal día para los hermanos, porque ellos fueron los únicos obligados a
bajar del colectivo.
“Subieron dos oficiales y nos dicen directamente: ‘Ustedes
dos vengan para acá’”. Sin tomar en cuenta el rostro golpeado de F. C., y la
remera desgarrada de J. C., les hicieron poner las manos sobre uno de los
laterales del colectivo, los palparon de armas y los maltrataron. Cuando J. C.
quiso contar lo que les había pasado antes, uno de los policías comenzó a
zamarrearlo y cuando F. C. trató de intervenir le pegaron “una trompada en el
estómago” que lo hizo doblar del dolor. El enojo del policía con J. C. fue
porque el chico le dijo: “Vos no me podés revisar porque soy menor”. La
respuesta del uniformado fue: “Yo estudié dos años para saber lo que tengo que
hacer y este pendejo me viene a dar instrucciones a mí”.
Por su parte, antes de recibir la piña en el vientre, F. C.
le había dicho en la cara al mismo oficial: “¿Por qué nos bajaron a nosotros,
porque somos negros? ¿Por qué no bajaste a nadie más del colectivo?”. El micro,
a todo esto, siguió su ruta sin ellos, obligados a permanecer de pie, con las
manos sobre uno de los patrulleros, durante casi una hora. Los chicos estaban
rodeados por ocho uniformados, entre ellos dos mujeres policías, que estaban en
cuatro móviles; ninguno llevaba identificación en el uniforme. Al maltrato
físico se sumo el verbal: “Pendejos, la concha de su madre, les vamos a
arrancar la cabeza, qué nos vienen a decir lo que tenemos que hacer”. Los
trataban “como si fuéramos chorros y contaban lo que les hacían a los que caían
en la comisaría quinta”. Entre las muchas “hazañas” que contaban los policías,
entre risotadas, era que “a los pibes les hacían disparos con balas de goma
‘para que caminaran más rápido’”.
Uno de los policías, el más veterano, manipulaba en forma
amenazante la escopeta reglamentaria, y una de las mujeres acariciaba el arma
que tenía en la cintura. Ante esta situación, creyendo que nadie de su familia
sabía lo que les estaba pasando, “teníamos mucho miedo porque nos podían hacer
cualquier cosa”. Luego de más de una hora de maltrato, los subieron a un
patrullero, junto con dos hombres que hicieron bajar de otro colectivo. J. C.,
en un descuido de sus cancerberos, le pasó un breve mensaje a su madre por el
celular, que había podido conservar, al contrario de lo que le ocurrió a su
hermano. Los tuvieron mucho tiempo en una especie de calabozo, sin rejas,
sucio, tenebroso, sentados en el piso, hasta que les permitieron hablar unos
pocos minutos con Silvia, su mamá.
Lo que los chicos no sabían era que Silvia ya se había
enterado de que los habían hecho bajar del colectivo, porque en el mismo
transporte iba un conocido del barrio, que estudia en el Mariano Acosta, que le
avisó a una tía suya y ella a la mamá de los dos. “Lo primero que hice fue
comunicarme con Juan Tucci, un abogado amigo, quien empezó a llamar a todas las
comisarías de Lanús”. Cuando averiguaron que estaban en la quinta, Silvia fue
allí con los documentos de sus hijos, porque pensaba que los habían detenido
por no llevarlos encima. Para poder retirarlos de la comisaría, les hicieron
firmar un acta por supuesta “resistencia a la autoridad” y porque en las
mochilas tenían una pieza de madera y un inofensivo punzón para coser zapatos.
El padre de los chicos, que había llegado a la quinta junto
con la hija mayor, Aylén, estaba ya por llevarse a sus hijos, cuando Silvia los
vio por primera vez y se dio cuenta de que uno de ellos estaba golpeado. F. C.
le dijo a su madre “nos golpearon unos pibes que nos robaron, pero ellos (por
los policías) también nos golpearon”. Los dos hermanos contaron la odisea
vivida y Silvia comenzó a increpar a la mujer policía que les entregaba a sus
hijos: “Mirá como están y vos no hiciste nada para que los trataran bien”. La
mujer policía y el agente que había manejado el móvil en el que los llevaron a
la comisaría dijeron casi a dúo “nosotros no fuimos, no hicimos nada”.
Ante la situación, se hizo presente el responsable de la
comisaría y los llevó a una oficina donde les aseguró que “van a poder hacer la
denuncia, yo no voy a encubrir a nadie, estén tranquilos”.
Lo curioso fue que, por un lado, le tomaron declaración
testimonial a los chicos para que contaran lo que habían vivido, pero al mismo
tiempo, le presentaron otro escrito, para que lo firmaran. En él los obligaban
a reconocer que los habían detenido por “resistencia a la autoridad”. Como
rechazaron los términos, maltrataron a toda la familia y los amenazaron con
retener a los chicos, que estuvieron detenidos sin causa alguna desde las dos
de la tarde hasta la una de la mañana del jueves 5. El que más los presionó fue
el comisario a cargo de la seccional quinta. Finalmente los chicos recuperaron
su libertad y ahora, los abogados Juan Tucci y Carlos Zimmerman presentarán una
denuncia judicial por los apremios ilegales, y por la evidente irregularidad de
todo el procedimiento.
Zimmerman señaló que en ningún momento se dio intervención a
las autoridades del fuero penal juvenil. El móvil policial en el que los chicos
fueron llevados a la comisaría y en el que iban los policías que más los
maltrataron estaba identificado como RO22648 y la patente era DOT682.
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