Por: Juan José
Tamayo
Durante los tres años que estuvo al frente de la
arquidiócesis de San Salvador –de 1977 1980- Monseñor Romero experimentó en su
propia persona las agresiones procedentes de la violencia estructural y de la
violencia terrorista militar, ambas coaligadas para terminar con su vida, como
sucedió la fatídica tarde del 24 de marzo de 1980 durante la celebración de la
eucaristía en el Hospital de la Divina Providencia en la colonia de Miramonte
en presencia de unas cincuenta personas asistentes al acto litúrgico, que
quedaron atónitas y se sintieron impotentes ante tamaño acto criminal.
La respuesta a los diferentes tipos de
violencia fue la defensa de los derechos humanos, pero no de manera genérica ni
conforme a un universalismo abstracto, sino en la realidad salvadoreña, donde
eran pisoteados sistemáticamente por los diferentes poderes del Estado y la
oligarquía en “santa” alianza. Una defensa no desde fuera como persona que
contempla el conflicto desde la neutralidad, sino implicándose en él
directamente hasta mancharse las manos, no evadiéndose bajo la justificación de
que su misión era solo religiosa y espiritual, sino tomando partido por las
mayorías populares y las organizaciones populares, si bien críticamente. Una
defensa de los derechos humanos de las personas y colectivos a quienes se les
negaba. Especial atención prestó a la defensa de la vida de quienes la tenían
más amenazada: la vida de los pobres. Lo puso de manifiesto en la homilía del
16 de marzo de 1980, una semana antes de ser asesinado con estas palabras:
“Nada hay más importante para la Iglesia que la vida humana,
la persona. Sobre todo, de la persona de los pobres y oprimidos, que además de
ser humanos, son también seres divinos, por cuanto de ellos dijo Jesús que todo
lo que con ellos se hace Él lo recibe como hecho a Él. Y esa sangre, la muerte,
están más allá de la vida Tocan el poder de Dios”. Hay aquí una apelación al
Dios de la vida frente a los ídolos de muerte.
Una vida que Romero no reduce a la espiritual y eterna, sino que centra
en las condiciones materiales.
La vida de los pobres, o mejor, de las personas y de los
colectivos empobrecidos por el sistema, fue su causa, que paradójicamente le
costó su propia vida. Bien pudiera aplicarse a Monseñor Romero lo que su amigo
el obispo-profeta hispano-brasileño Pedro Casaldàliga dijere de sí mismo: “Mis
causas son más importantes que mi vida. Lo expresó teológicamente en el
discurso de recepción del doctorado honoris causa concedido por la Universidad
d Lovaina (2/2/1979), citando una afirmación de San Ireneo de Lyon, padre de la
Iglesia primitiva y aplicándola a la realidad salvadoreña:
“Los antiguos cristianos decían; gloria Dei homo vivens (“la
gloria de Dios es el ser humano que vive”). Nosotros podríamos concretar esto
diciendo; Gloria Dei vivens pauper (“la gloria de Dios es el pobre que vive” o
“la vida del pobre”). Creemos que desde la trascendencia del Evangelio podemos
juzgar en qué consiste la verdad de la vida de los pobres, creemos también que
poniéndonos del lado de ellos e intentando darles vida sabemos en qué consiste
la eterna verdad de Evangelio”.
Romero hizo una defensa de los derechos humanos no sólo a
través declaraciones. Creó en la arquidiócesis la Tutela Legal, que ha sido
eliminada por el arzobispo actual. Se negó a participar en actos
gubernamentales mientras no se investigara el crimen de Rutilio Grande y sus
dos acompañantes Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus. Dio orden de cerrar
los colegios dependientes del arzobispado en protesta por el la represión
generalizada que sufría el país y por la persecución contra los sectores
eclesiales comprometidos en la lucha por la justicia. El domingo 20 de marzo de
1977 ordenó la suspendió de todos los servicios religiosos arquidiocesanos y
convocó a una misa delante de la catedral, a la que asistieron decenas de miles
de personas.
La reconciliación fue una de las palabras más frecuentes en
sus escritos. Citando a San Pablo, llama a los cristianos y cristianas a
ejercer el servicio de la reconciliación y a trabajar por una “Iglesia de
reconciliación” (Homilía del 16/3/198).
Denuncia de la
oligarquía y de los poderes político y militar
Romero hace una crítica directa, radical, con nombres
propios, a los poderes coaligados en la represión popular: el Gobierno, las
Fuerzas Armadas, los cuerpos de seguridad, la judicatura, la derecha política y
la oligarquía.
Denuncia “la fuerte represión y la violencia cruda, cruel y
despiadada” de la derecha, que constituye una verdadera provocación a los
grupos organizados:
“Algunos –asevera- llegan a creer en la posibilidad de un
entendimiento entre solo cuerpos de D’ Abuisson. Queremos señalar la
intervención del Sr. D’ Abuisson por lo que tiene de falaz, de mentirosa y de
deformadora. Esperamos que la Fuerza Armada haya podido medir la falsedad de
este señor que quiere nombrar héroe nacional a un torturador, que no se hace
cargo ni de los desaparecidos, ni de los asesinados, ni de los torturados. Que
confunde la letra de los estatutos de ORDEN con su práctica inveterada de
amedrentamiento y de muerte, y que aporta testimonios falsos, que no engañan ni
al más tonto” (Homilía de Romero, 10.02.1980).
La reacción de D’ Abuisson ante tan directa denuncia no se
hizo esperar. Sólo un mes y medio después Romero caía abatido por las balas de
un sicario contratado por el creador de los escuadrones de la muerte.
Critica la absolutización del poder, de las organizaciones
políticas, el frente de la derecha, que
en El Salvador –dice- se identifica con la riqueza, la propiedad privada,
cuestiona el frente de la ultraderecha, las organizaciones fantasma o reales
“que amenazan a muerte, acribillan a
balaos, secuestran”. Califica esta actitud de idolatría de dioses que se están
cobrando vidas humanas y de servidores del dios Moloc, que exigía sacrificios
de niños. Critica también a las organizaciones armadas de la extrema izquierda
por sus crímenes e idolatrías” (Homilía 12/8/1979).
Las críticas de Romero en sus homilías alcanzan hasta el
corazón del poder económico de El Salvador: la oligarquía, a la que acusa de
poseer la tierra que es de todos los salvadoreños. Es a ella a quien
responsabiliza de haber dinamitado la emisora de la archidiócesis, YSAX. Y
explica el motivo de dicha destrucción y de la violencia desplegada por los
oligarcas:
“La oligarquía, al ver el peligro de que pierda
completamente el dominio que tiene sobre el control de la inversión, de la
agro-exportación y sobre el casi monopolio de la tierra está defendiendo sus
egoístas intereses: no con razones, no con apoyo popular, sino con lo único que
tiene: el dinero que le merite comprar armas y pagar mercenarios, que están
masacrando al pueblo y ahogando toda legítima expresión que clama justicia y
libertad. Por eso estallan todas las bombas manejadas bajo este signo. También
la de la UCA. Por ello también han asesinado a tantos campesinos, estudiantes,
maestros, obreros y demás personas
organizadas” (Homilía de Romero, 24.02.1980).
Citando la Epístola de Santiago y a los Padres de la Iglesia
recuerda a la oligarquía: “lo que tienes lo has robado. Lo has robado al pueblo
que perece en la miseria. Lo has robado”. Citando a Pablo VI cuando era
arzobispo de Milán pide a los oligarcas que se despojen de los bienes injustos,
si no quieren ser despojados. Condena la idolatría de la riqueza y de la
propiedad privada que hace consistir la grandeza del ser humano en el “tener”
olvidándose de que la verdadera grandeza es “ser”. Citando el discurso de Juan
Pablo II en Puebla, recuerda que “sobre toda propiedad privada grava una
hipoteca social” (19.07.1979).
Denuncia la “absolutización de la riqueza”, que considera el
gran mal de El Salvador y la propiedad privada como absoluto intocable, porque,
afirma, “no es justo que unos pocos
tengan todo y lo absoluticen de forma que nadie lo pueda tocar”, mientras “la
mayoría marginada se está muriendo de hambre” (Homilía 17/8/1979).
La idolatría de la riqueza constituye, a juicio de Romero,
el mayor peligro para el país, y la injusticia social es la razón de la
violencia y del malestar general del pueblo. Pareciera que el papa Francisco
hubiere leído las homilías de Romero y se hubiera inspirado en ellas cuando
escribió la Exhortación Apostólica “La alegría del evangelio”, donde formula
los cuatro “noes” más radicales contra el modelo capitalista en su actual
versión neoliberal:
- No a una economía
de la exclusión (nn. 54)
- No a la nueva idolatría del dinero (nn. 55- 56).
- No a un dinero que gobierna en lugar de servir (nn. 57-58)
- No a la inequidad que general violencia (nn. 59-60)
En el terreno de la idolatría de la riqueza, Romero invierte
el orden entre esclavitud y libertad. Es libre la persona que no está subyugada
al dios Dinero; es esclavo el idólatra del dinero. La utilidad del dinero no es
un fin en sí mismo, sino un medio; está al servicio del ser humano, no
viceversa (Homilía 15/7/1979).
En la crítica de la idolatría de la riqueza monseñor Romero
se sitúa en la mejor tradición anti-idolátrica de los profetas de Israel, Jesús
de Nazaret, Bartolomé de Las Casas, Antonio Montesinos, Marx, Ignacio
Ellacuría, el papa Francisco Y la teología de la liberación. Una tradición que
hemos de recuperar en nuestra crítica del idólatra neoliberalismo. Moisés
sorprendió al pueblo judío adorando al becerro de oro. El neoliberalismo adora
el oro del becerro. Y creo que muchos
cristianos también.
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